¿Qué tiene que ver el campo con el bien común?

En Colombia y el mundo abundan los artículos periodísticos y académicos que resaltan la importancia del campo y las personas que lo trabajan. Calificativos como oportunidad, clave, fundamental son usados por expertos de distintas disciplinas para hablar de la agricultura y su papel en nuestra sociedad. La agricultura y su desarrollo es clave para el crecimiento económico, la transición energética, la seguridad alimentaria, y la lucha contra la pobreza y el cambio climático.

Mientras tanto, para la población urbana, los campesinos y campesinas permanecen en el olvido hasta que el desabastecimiento, una pandemia o el cambio climático nos recuerdan su existencia de vez en cuando. De cierta manera, la proliferación de escritos al respecto busca argumentar en contra de esa inercia al olvido del sector agro, intentando convencer a tomadores de decisiones y consumidores de que sí, el campo sí es importante y les afecta directamente, todos los días.

¿Qué hay detrás de estos argumentos? Muchas veces se esconde una ética utilitaria, en la que algo o alguien es valorado según la utilidad que tenga para una sociedad en particular. Esta lógica se concreta en la filosofía neoliberal que prevalece hoy en nuestros sistemas económicos, según la cual algo es valioso en la medida en que el mercado esté dispuesto a pagar por él. Así, un trabajo por el que el mercado paga más aporta más a la sociedad, igual que un producto costoso según las leyes de oferta y demanda es un producto altamente valorado. De esta manera, veremos la importancia del agro al darnos cuenta de su valor para el crecimiento económico.

Suena razonable hasta que pasamos a ejemplos concretos. Según esto, entonces, un jugador de fútbol profesional es más valioso para la sociedad que un profesor de colegio y un collar de diamantes que un camión de comida. Claro, aquí hay reglas económicas que no quiero obviar y que influyen en la manera en que establecemos el precio de algo. Quiero concentrarme en las discusiones éticas de fondo, que a veces son ignoradas porque damos por sentado que las reglas de la economía dictan cómo funcionan las cosas y  cómo percibimos a las personas.


¿Qué valoramos como sociedad? ¿Qué tipo de oficios y ocupaciones merecen nuestro reconocimiento y estima? ¿Qué efectos tienen estas valoraciones en el sentido de pertenencia de cada individuo o grupo? Y, la pregunta existencial que está detrás de todo esto: ¿Qué nos debemos unos a otros como ciudadanos?

El profesor de filosofía política de Harvard Michael Sandel se hace estas preguntas a lo largo de su obra (particularmente sus libros ‘Justicia’ y ‘Tiranía del Mérito’). Argumenta que fijar la atención de una sociedad y del trabajo de sus ciudadanos en el aumento del PIB (crecimiento económico) y la promoción del consumo elimina una dimensión fundamental del trabajo: su dignidad y su fin social. No somos sólo consumidores que buscan mejores productos a un menor precio. Somos además ciudadanos miembros de una sociedad, que desarrollamos nuestras capacidades humanas para vivir vidas plenas y aportar al bien común de nuestras comunidades. Tampoco somos autosuficientes ni podemos lograr nuestros objetivos a punta de ganas, estudio y ambición. Necesitamos, de manera esencial, fuentes de cohesión social y solidaridad, que nos aten unos a otros, que evidencien el fenómeno de interconexión que existe, escondido detrás de nuestra vida en sociedad.

La tendencia a profesionalizar el trabajo, según Sandel, aunque es deseable en términos de competencia, globalización y modernización, genera un efecto inesperado que merece nuestra atención. Al valorar “menos” la labor de los agricultores que la de, por ejemplo, personas con título profesional, no sólo enviamos un mensaje peligroso de qué es meritorio para nosotros y qué no lo es, sino que reducimos el sentido de estima y de justicia contributiva de millones de personas que día a día hacen un aporte fundamental al país y al mundo desde el campo.

Según el Banco Mundial, “la agricultura puede ayudar a reducir la pobreza, aumentar los ingresos y mejorar la seguridad alimentaria para el 80 % de los pobres del mundo” (Banco Mundial, 2023). El trabajo del campo es, literalmente, esencial para la supervivencia de nuestra sociedad. Es condición sine qua non para crecer como individuos, desarrollar habilidades, contribuir a comunidades, florecer como sociedades democráticas, a pesar de que los precios y jornales no reflejen este rol fundamental.

Nuestra visión y discurso en relación con el agro, como hacedores de políticas públicas, ciudadanos y consumidores, debe reflejar el enorme aporte de campesinos y campesinas al bien común, y no únicamente su valoración de mercado. No se trata sólo de su papel en el crecimiento económico, como argumentan una y otra vez los expertos. Su rol social los hace miembros activos y centrales en el debate de qué es bueno para nuestra sociedad, y exige un mayor reconocimiento social y político del que actualmente les damos. El argumento económico es importante, pero al adentrarnos en debates morales sobre cómo nos necesitamos unos a otros - cómo necesitamos al campo - y qué nos debemos en términos de justicia, abrimos posibilidades infinitas de cambiar para bien nuestras percepciones y relaciones con el campo. Nosotros, individual y colectivamente, somos responsables de que ese valor que tienen las actividades del campo se traslade a nuestras decisiones de consumo, nuestra participación democrática y nuestro trabajo diario, contribuyendo así, en lo poco o en lo mucho, a una justicia retributiva para la ruralidad.

Escrito y voz por:

Maria Isabel Giraldo Moreno, Abogada.

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